sábado, 15 de octubre de 2011

Paredes de sexo

Me encuentro en una habitación con paredes de sexo. Cada arista, una apertura, y con cada una de ellas, miles de aventuras lujuriosas, de enigmas hormonales.

Me hago un poco hacia el centro, para evitar las exhalaciones extáticas, que en su cantidad, me abruman.

En el medio mismo del lugar, el agujero endiosado, recalcitrante, poderoso.

Me sumerjo endeble, entregado a un grado mayor de una escala que de tan presente, asusta. Siento cada latido en mi cuello, cada cosquilleo en el centro de mis centros.

La víspera se convierte en la cosa, e inversamente, la cosa es sólo víspera de una nueva alegre ferocidad.

Las paredes, que ya me presumen preparado, caen lentamente hacia mí, con prolija oblicuidad, con agradables esmeros que me mantienen subsumido a un estado de clímax contante. Así como una orientalidad, las paredes de sexo me mantienen en técnicas que propician la vida eterna, la eterna juventud.

La virilidad no es ya tan preciosa como la entrega, y se subordina a ella. Cada silencio propone otro gemido orgásmico, cada tentación es la más fina invitación a la más sublime fantasía, al más ardiente roce, a la más placentera confrontación.

Cambian de matices, entre las paredes de sexo, la violencia y el dolor, dispuestos a la orden del placer. La sujeción elige, el placer y los licores obedecen.

La única evidencia del hospedaje entre las paredes de sexo es la juventud.

Al amanecer las ninfas cantan la resurrección del sexo.

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