domingo, 14 de noviembre de 2010

Tedio

¿Qué es lo que subyace al malestar y al tedio, lo que me molesta mientras me visita la historia o hago alarde de mis vicios?

¿A qué fracción del universo pertenece el suave dolor que me atraviesa?

Se convierte esta incógnita, este silencio que me mira, en una molestia más siniestra que la cosa. La indagación se superpone al dolor y se convierte en dolor. Parece una cruz inevitable, un eslabón de un círculo vicioso.

El deseo de calmar la ansiedad se funde, se atomiza y se une nuevamente en nueva y más eficaz forma de ansiedad, que endurece más.

Entonces me dispongo a utilizar las técnicas obtenidas. En largas sesiones de íntimas charlas o en los valles de oriente, con los sabios ancestrales. Buscando la poética forma de salir de mí y poder contemplarme, analizarme, reflexionar desde afuera, el sueño bohemio que tanto se ha hecho esperar, la ilusión utópica que a los daydreamers nos desvela.

Me refugio en estas palabras sueltas, asistemáticas y atonales. Respiro perfumes de noches pasadas, voy y vengo creando surcos de ansiedad en el suelo, cuya gravedad hace hincapié en mí. Espero, con infantil esperanza una respuesta certera de alguien que ya no se encuentra, de seres que ya no habitan el mismo universo.

Sin embargo el exiliado he sido yo, con mis sutilezas de humano he sabido madurar hacía terrenos insospechadas y he sabido caminar mi ruta con la eficacia que pretendía, pero con un resultado que jamás hubiese imaginado.

Me entierro nuevamente, y para extender las palabras, me enmarco de un debate sobre el determinismo y me pregunto cuanto de escrito tendrá mi destino, a lo que las mismas palabras me contestan.

Ojala esta ilusión sea potable: que como poeta uno pueda escribir también, y a conciencia, su destino.

Me elevo por haber urdido una posibilidad al menos, lejanamente, posible. En estos momentos profundos de reflexión soy lo que me permite escribir y escribir es lo que me permite esbozar mi existencia.

Reconozco mi compromiso débil con el deber artístico, escribo, como a cualquiera que se le puedan rebasar las palabras. Llevo a la pantalla lo que reflexiono, que seguramente es un ejercicio que no merece mayores galardones. Pero en este contexto es en el que necesito vivir.

Abreviar el universo, que parece una tarea ardua, no es más que un pasatiempo que me ayuda en este momento a matar el desdén cósmico que hoy se ocupa de mí.

Me siento adormecer al final de cada oración, de cada sentencia, entonces ejercito mis corazonadas hacia tierra firme, donde pueda instalarme con una nueva idea a desarrollar.

Me doy cuenta que hace tres párrafos podría haber enunciado un final correcto, certero y que esta dilación me lleva a una longitud bastante mayor para poder redondear el texto.

Me escapo.

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